7 de marzo de 2009

Pavadas, se dice al rato.

Mientras la soledad se pensaba a sí misma, ella le reprochaba su presencia. Caminaba en la ciudad con sus zapaticos cafés, mientras su cabello ondulado conversaba con el aire contaminado y su mirada no iba más allá de la siguiente línea del anden.
Amiga, se decía, con quien vas ahora es la única cosa que no te abandona. Ella contiene tus remordimientos, así como los besos que se multiplican y se multiplican mientras son traídos al presente. Contiene el sordo llanto de noches de mucho alcohol, la risa insaciable y tímida que da cuenta de la presencia de alguien ajeno, la copia de la carta que jamás debiste entregar, el reproche de haber marcado ese Sobre con el nombre y la dirección incorrectos, los grumos de tinta que mancharon la mano izquierda mientras escribías esa carta.
Con el último acercamiento de su cigarrillo se da cuenta que simplemente no se enfrenta a la soledad. Se enfrenta a sí misma todo el tiempo, a sus voces agudas que sino se proponen dañarla, la pulen.
Se enfrenta a la tormenta de segundos en su rostro, a los inviernos que le cantan en las pestañas, a los huequitos de monotonía que excavan en sí mismos con el grito de la rutina.
Pavadas, se dice al rato.